El gobernador de Sinaloa anunció la cancelación de las fiestas del Grito de Independencia en Culiacán y otros municipios. La decisión llega tarde: no porque no debiera suspenderse —era lo correcto frente al clima de violencia—, sino porque nunca debió autorizarse en primer lugar.
Este fin de semana del viernes 12 al domingo 14, Sinaloa volvió a teñirse de sangre: balaceras, ejecuciones, incendios de negocios y ataques a edificios públicos dejaron al menos una decena de personas muertas y varias heridas en Culiacán, Navolato y El Fuerte. Las escenas de familias atrapadas en medio de tiroteos en Nuevo Altata son la muestra más clara de una ciudadanía a merced de grupos armados que disputan el territorio.
Frente a ese escenario, insistir en celebrar un evento masivo resultaba un despropósito. No se trata solo de logística o de prevención: se trata de enviar un mensaje político y moral. ¿Cómo festejar “independencia” cuando la vida cotidiana está sometida a la tiranía del miedo? ¿Cómo hablar de soberanía cuando son las balas y no las leyes las que marcan el ritmo de la vida pública?
La cancelación confirma lo que la población lleva años denunciando: la inseguridad manda. El Grito no se ahogó por prudencia, sino porque el Estado no logró garantizar condiciones mínimas de seguridad para su propia gente. Y ahí está la verdadera derrota.
Las fiestas patrias representan unidad, memoria histórica y orgullo colectivo. En Sinaloa, este año quedaron reducidas a una amarga reflexión: el grito que más se necesita no es el que recuerda la gesta de 1810, sino aquel que exige justicia, paz y dignidad en un territorio que merece vivir sin miedo.