Diez meses después del estallido de violencia en Sinaloa, el saldo no solo es sangriento, es indignante. Desde aquel 9 de septiembre de 2024, la lucha intestina entre las dos facciones del Cártel de Sinaloa, ha convertido al estado en un campo de batalla que el gobierno observa a la distancia, con declaraciones vacías y promesas rotas. Hoy, 9 de julio de 2025, el “recuento de daños” no es más que una suma de cifras... y el costo a la economía: empleos perdidos, locales vacíos y casas en venta. Catastrófico por donde se vea.
Los datos son contundentes:
-
Casi 1, 600 personas asesinadas, mayormente jóvenes.
-
Más de 1,700 desaparecidos, de los cuales se calcula que solo el 30% son localizados.
-
58 toneladas de droga aseguradas, junto con 1 tonelada de fentanilo y 1.1 millones de pastillas listas para distribuirse.
-
2,500 armas decomisadas, 87 laboratorios desmantelados y 1,400 personas detenidas.
-
Junio fue el mes más violento en más de una década: 207 homicidios en solo 30 días —dato oficial de la FGE—.
-
La increíble cantidad de 5,784 robos de vehículos —sí, son números oficiales— emboscadas, bloqueos carreteros, cuerpos decapitados en puentes y balaceras en zonas residenciales.
Pero ni estos números tan escalofriantes han sacudido a las autoridades lo suficiente como para cambiar de estrategia. Lo poco que hablan en las conferencias siguen sin decir mucho. Las fiscalías estatales siguen sin resolver nada. Y mientras tanto, las familias siguen cavando con sus manos en fosas clandestinas porque nadie más lo hace.
Sinaloa vive una guerra sin nombre, sin tregua y sin atención. Una guerra en la que las víctimas se cuentan por miles, pero las respuestas oficiales se reducen a discursos administrativos. ¿Cuántos muertos hacen falta para que se declare una emergencia humanitaria? ¿Cuántas desapariciones más para dejar de hablar de “hechos aislados”?
El mayor crimen no es solo la violencia. Es la normalización. Es ver pasar camionetas blindadas sin placas por las calles y pensar que eso es parte del paisaje. Es escuchar disparos y no interrumpir la comida. Es que haya quienes se atrevan a decir que “no pasa nada” porque en su colonia todavía no matan a nadie.
Hoy, diez meses después, no basta con contar detenidos, armas o toneladas. Lo que falta contabilizar es la ausencia del Estado, la impunidad estructural y la complicidad silenciosa que permiten que esta guerra siga cobrando vidas mientras la vida pública sigue como si nada.
Callar es conceder. Minimizar es encubrir. Y mirar hacia otro lado es convertirse en cómplice. Sinaloa no necesita más cifras, necesita justicia. Y necesita, urgente, que dejemos de tratar esta guerra como si fuera un problema ajeno.