El secretario de Salud estatal, Cuitláhuac González Galindo, confirmó que cinco de estas unidades ya se encontraban sin servicio por falta de personal dispuesto a trabajar en regiones remotas y de alto riesgo. Las otras siete clínicas fueron cerradas recientemente tras episodios violentos que, aunque no han derivado en agresiones directas contra el personal médico, sí han generado un clima de temor generalizado.

La situación refleja una grave omisión del Estado en su deber de proteger a las y los trabajadores del sector salud y, peor aún, a las comunidades más vulnerables, que ahora deben desplazarse varios kilómetros —en condiciones precarias— para recibir atención médica.

En pleno siglo XXI, Sinaloa enfrenta un escenario donde el crimen organizado no solo controla territorios, sino que también logra paralizar servicios públicos esenciales. ¿Cómo puede hablarse de gobernabilidad cuando ni siquiera se puede garantizar una consulta médica?

Las autoridades aseguran estar trabajando en estrategias para reabrir los centros cerrados, en coordinación con la Secretaría de Seguridad Pública. Pero mientras la reapertura depende de mejoras en la seguridad, miles de sinaloenses siguen esperando atención, abandonados entre la montaña y el miedo.

La salud no puede ser rehén del crimen. Esta crisis no solo exige medidas reactivas, sino una política de seguridad real y efectiva. Porque en Sinaloa, hoy por hoy, enfermarse en la sierra es una sentencia de incertidumbre.