Editorial
Dos cabezas humanas fueron abandonadas en distintos puntos de Culiacán en menos de 24 horas. Una de ellas, hallada esta mañana bajo un puente peatonal frente al Zoológico, venía acompañada del ya habitual “mensaje en cartulina”. Un recordatorio brutal —y casi rutinario— de que en Sinaloa la violencia se pasea a plena luz del día y sin oposición real.
La escena es dantesca y cotidiana. Un cuerpo desmembrado, un mensaje críptico o explícito, un silencio político. La narrativa oficial apuesta por la “normalización”: se habla de “ajustes entre grupos”, “hechos aislados”, “zonas focalizadas”. Pero la gente ya no compra eufemismos: la impunidad es estructural y la sangre es el idioma más hablado en las calles.
¿Dónde están las fuerzas del orden? ¿Dónde están los responsables de brindar seguridad? ¿Cómo se puede aceptar que un sitio como el Zoológico de Culiacán —un espacio al que acuden familias— sea convertido en escenario de horror?
Estas no son señales entre criminales. Son advertencias a la sociedad entera. Son demostraciones públicas de control territorial, de fuerza simbólica y una afrenta para el Estado. Dejan claro que en muchas zonas del país los verdaderos gobernantes portan fusil.
El miedo vuelve a ser rutina. Culiacán vive al filo del colapso moral, donde ver una cabeza humana bajo un puente no paraliza, apenas incomoda. Se toma una foto, se comparte en redes, se pasa de largo.
Más peligroso que el crimen organizado, es el crimen institucionalizado: la costumbre de mirar hacia otro lado, la complicidad disfrazada de burocracia, la cobardía vestida de discurso institucional.
Si hoy es un zoológico, mañana será una escuela, un mercado, una iglesia. Porque la violencia no se detiene con conferencias matutinas, ni se combate con hashtags de campaña. Se necesita voluntad política, justicia real y un mínimo de empatía con las víctimas.
Y, sobre todo, se necesita una sociedad que no se acostumbre a vivir entre cabezas cercenadas y cartulinas manchadas.